Esta adoración y devoción a Dios el Padre, en espíritu y en verdad, ya estaba apuntada en el Antiguo Testamento en multitud de pasajes. Aparece en los Diez Mandamientos.

Es natural que en estas fechas de Semana Santa la gente se pregunte sobre la manera en la que la Iglesia Evangélica recuerda los hechos centrales de la muerte y resurrección de Jesucristo. ¿Qué tipo de adoración o devoción rendimos a Dios en estas fechas? De entrada, como muchos ya saben, es necesario recordar que, para los evangélicos, todo lo que creemos o hacemos está exclusivamente basado en la enseñanza de la Palabra de Dios, la Biblia. Y esto por dos hechos incontestables. En primer lugar, porque solo la Biblia es Palabra de Dios (2ª Epístola a Timoteo 3:14-16). En segundo lugar porque es también evidente que la Biblia es la autoridad más antigua y de mayor prestigio en la Cristiandad. Cualquier otra tradición es más “moderna” que la Biblia. Por tanto, lo que hacemos o dejamos de hacer en estas fechas es por causa de la sujeción de nuestra conciencia a la enseñanza de la Biblia.

En este sentido, un pasaje fundamental a la hora de entender la adoración que Dios espera de los suyos en todo momento es aquel en el que Jesús habló con la mujer samaritana. Esta conversación solo se encuentra en el capítulo 4 del Evangelio de Juan. En el curso de la misma, nuestro Señor Jesucristo le mostró a esta mujer la manera en la que Dios debía ser adorado: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Evangelio de Juan 4:23-24). De entrada, Jesús, por medio de la expresión “mas la hora viene, y ahora es”, le está diciendo a la samaritana que su venida a este mundo inaugura un nuevo tiempo. Esta mujer había querido entrar en una controversia religiosa con Cristo acerca del lugar donde Dios debía ser adorado. Los judíos decían que en Jerusalén, los samaritanos que era en el Monte Gerizim (véanse los versículos 20-22). Jesús, por el contrario, afirma que su venida introduce una nueva época en la que no importa el lugar de adoración, sino la actitud de la persona delante de Dios. Dios y Cristo están en todo lugar donde dos o tres estén reunidos en su nombre (Evangelio de Mateo 18:20). Notemos también que, según Jesús, la adoración a Dios depende, si así lo puedo expresar, del tipo de ser que Dios es. Dios es, dice Jesús, Espíritu y, por ello, la adoración debida a su nombre, la única adoración que quiere recibir, es espiritual: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” reitera Jesús. Por ello, la adoración al Padre es espiritual e interna. Es en el espíritu y, además, por medio del Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, invisible, pero que recibimos, según palabras del mismo Jesús, exclusivamente por medio de la fe en Él (Evangelio de Juan 7:39). Es, además, una adoración y devoción que solo debe rendirse a Dios el Padre. Y esta adoración solo puede darse en la verdad. Es decir, debe estar en armonía con la revelación que Dios ha hecho de sí mismo en su Palabra. Es Jesús mismo el que lo dice: “Tu Palabra es verdad” (Evangelio de Juan 17:17). Y esto implica que solo nos acercamos a Dios por la verdad revelada en las páginas de las Sagradas Escrituras. Una verdad que debe ser entendida. Una verdad que es, igualmente, una Persona, la del Hijo de Dios. Jesús dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida, nadie viene al Padre sino por mí” (Evangelio de Juan 14:6).

Curiosamente esta adoración y devoción a Dios el Padre, en espíritu y en verdad, ya estaba apuntada en el Antiguo Testamento en multitud de pasajes. Su importancia fundamental radica en el hecho de que aparece, nada más y nada menos, que en los Diez Mandamientos. Así, el segundo mandamiento de la Ley de Dios dice así: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy el Señor tu Dios, fuerte, celoso…” (Libro de Éxodo 20:4-5). Dios ya demandaba, entonces, una adoración espiritual. Una adoración por medio del Espíritu Santo, en la verdad de la Palabra de Dios, que es traída por ese mismo Espíritu como también enseñan otros pasajes del Antiguo Testamento (Libro de Isaías 59.21 y Libro de Nehemías 9:20). Por ello, encontramos que en el Nuevo Testamento los apóstoles, una y otra vez, llaman a las gentes a esa adoración espiritual. Así Pablo, predicando en Atenas, razona con las gentes de esta manera: “Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres. Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos de los Apóstoles 17:29-31).

Por ello, la celebración de la muerte y resurrección de Cristo en la Iglesia Evangélica es por medio de la predicación o proclamación de estos hechos históricos acerca del Señor Jesús. Esto es justamente lo que hicieron los apóstoles. Así, Pablo dice esto: “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí” (1ª Epístola a los Corintios 15:1-8). Notemos como Pablo enlaza los hechos culminantes de la vida, muerte y resurrección de Cristo con la predicación de los mismos, con la enseñanza de su significado y propósito para nosotros. Es decir, que la obra de Cristo al morir, ser sepultado y resucitar, tuvo como propósito que nuestros pecados pudieran ser perdonados. Y que el beneficio de esa obra de Cristo es nuestro, solo por la fe en Él. En este sentido, un pasaje muy curioso es el que encontramos en la Epístola de Pablo a los Gálatas. Allí Pablo, exhortando a los volubles habitantes de Galacia, les dice: “¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado? Esto solo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?” (Epístola a los Gálatas 3:1-2). Pablo dice que Cristo “fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado”. ¿Cómo fue presentado? nos preguntamos nosotros ahora. Es evidente que por medio de palabras, pues Pablo dice que los gálatas recibieron el Espíritu Santo al oír con fe. Cristo viene, pues, a nosotros por oír con fe acerca de Él (Epístola a los Romanos 10:17). Y esto no puede sorprendernos. Cristo, dice Juan, es el Verbo de Dios, es decir, la Palabra de Dios (Evangelio de Juan 1:1). Y la palabra se oye. Y para ser de utilidad debe ser comprendida por nosotros. Por ello, nuestra labor en estos días es explicar el significado de los hechos de Jesús y cómo también nosotros podemos hallar la salvación por medio de la fe en la obra que llevó a cabo en el Calvario. El Evangelio, para ser de utilidad, debe ser entendido por nosotros en toda su sencillez: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo” (Hechos de los Apóstoles 16:31); pero también en toda su profundidad: “Que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2ª Epístola a los Corintios 5:19-21). Por ello, de acuerdo con la Escritura, solo podemos recordar a Cristo, y adorar al Padre, en espíritu y en verdad. Estos son los adoradores que el Padre busca, también en estas fechas de Semana Santa.

Artículo escrito por José Moreno Berrocal y publicado originalmente en el periódico "El Semanal de La Mancha" el viernes 30 de marzo de 2012. Publicado con permiso.