Pequeña alma, errante y blanda, Huésped y compañera del cuerpo, ¿Dónde morarás ahora? Pálida, rígida, desnuda, Ya no retozarás con los juegos de antaño.
Entre los emperadores romanos más conocidos está, sin duda alguna, Adriano (76-138 d.C.) De origen hispano, como su antecesor Trajano, había nacido en Itálica, en Santiponce, cerca de Sevilla. Descendía de una de las familias más ilustres de la ciudad. Era enormemente curioso, destacando especialmente por su afición por la arquitectura y las artes en general (como Emperador, contó con los medios para llevar a cabo muchos de sus proyectos arquitectónicos) y por ser un viajero incansable. Su figura ha dado origen a una de las novelas más difundidas y admirables del siglo XX, Memorias de Adriano, de la autora belga Marguerite Yourcenar. He tenido la oportunidad de visitar algunos de los lugares en los que Adriano dejó su impronta. Uno de los más sugerentes es el llamado Muro de Adriano, en Inglaterra. Recuerdo la sorpresa que me produjo la pervivencia de esas semiderruidas murallas y el testimonio que representan de la realidad histórica de la grandeza del Imperio Romano. Otro lugar que recorrió el emperador romano fue Israel. Adriano se propuso romanizar completamente aquellas tierras. Para ello, reedificó Jerusalén según el modelo romano. En Belén, lugar del nacimiento de Jesús, el Cristo, Adriano procedió a plantar un huerto sagrado con su templo, dedicado a Adonis, dios de la vegetación. Lo puso encima de la cueva en la que los cristianos decían que había nacido Jesús. Cuando uno visita hoy Belén se puede conocer, con exactitud, ese lugar del nacimiento ¡precisamente porque la construcción de Adriano lo dejó marcado para siempre! Sin quererlo, su intento de destruir la huella geográfica del nacimiento de Jesús de Nazaret, en una fecha tan temprana como el 135, fue un testimonio de la base histórica de la fe cristiana. Como ha acontecido en tantas ocasiones en la Historia, los enemigos de Cristo, con sus acciones, han contribuido a asentar, más firmemente si cabe, la fe en Cristo.
Y es que la realidad histórica de la fe cristiana es uno de los factores fundamentales para su aceptación. El conocido autor de Las Crónicas de Narnia, C.S. Lewis, recuerda en su fascinante relato autobiográfico Cautivado por la Alegría como un comentario, aparentemente trivial, de un endurecido ateo llamado T.D. Weldon (1896-1958), le colocó en el camino que conduciría a su conversión. Weldon le dijo, quejándose, que la evidencia acerca de la historicidad de los Evangelios era, de hecho, sorprendentemente buena. Esto llevó a Lewis a redescubrir que, a diferencia de las historias de la antigüedad acerca de dioses que nacían, tomaban forma humana y morían, pero sin base histórica o temporal, los Evangelios contenían las palabras de un hombre de carne y hueso y el testimonio de testigos oculares acerca de hechos que habían acontecido en un lugar y tiempo concreto de la Historia. Así, también la acción de Adriano, es una verificación indirecta, desde un punto de vista arqueológico, del relato del nacimiento de Jesús en Belén de Judea. Algo que señalan los evangelistas Lucas y Mateo (este último haciéndose eco de la profecía de Miqueas, dada alrededor del siglo VIII antes de Cristo, de que el Mesías nacería en Belén).
Por otro lado, en Adriano uno encuentra el paganismo en toda su brillantez y madurez. Todo lo que podía ofrecer al hombre, ¡a un emperador particularmente!, junto con todos sus defectos, pecados y miserias. Ese esplendor pagano está magistralmente recogido en la sagaz reconstrucción que hace Yourcenar de la figura y pensamiento de Adriano. Un verosímil retrato literario, que se basa en la abundante documentación que dejo el emperador mismo, además de la que existe de otras fuentes de la época, acerca de su figura. Pero son las palabras del emperador, al final de su vida, las que revelan aquello que justamente el paganismo no podía dar: la certeza. La falta de esperanza del hombre pagano resalta con triste claridad en el famoso poema que el mismo Adriano compuso en su lecho de muerte:
Animula, vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis iocos.
Pequeña alma, errante y blanda
Huésped y compañera del cuerpo
¿Dónde morarás ahora?
Pálida, rígida, desnuda
Ya no retozarás con los juegos de antaño.
Este precioso epigrama latino muestra la incertidumbre y la desesperanza del mundo pagano. En contraste con Adriano, ya incluso en la revelación del Antiguo Testamento, el libro del pueblo de Israel, al que con tanto odio persiguió Adriano, Dios nos proporciona una realidad de esperanza: “Pero Dios”, afirma el autor del Salmo 49, “me rescatará de las garras del sepulcro y con Él me llevará” (Libro de los Salmos 49:15). Curiosamente será el mensaje de la encarnación del Hijo de Dios, el que Adriano pretendió hacer olvidar, el que puede contestar a los interrogantes e inseguridades que albergaba el pecho del emperador romano antes de morir. La Navidad es recordar, en palabras del apóstol Pablo, la aparición de nuestro Señor Jesucristo en este mundo, “el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (1ª Epístola a Timoteo 1:10). El Hijo de Dios vino en un tiempo y espacio determinados, de tal manera que todo el que crea en Él pueda, con certeza, abrigar esperanza por causa de su obra de salvación en la cruz donde murió. Como lo indica Pablo en la 2ª Epístola a los Corintios 5:1-8: “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Más el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu. Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”. La fe cristiana afirma que si nuestro cuerpo, que es como una tienda de campaña (con todo lo que implica de fragilidad y temporalidad), se deshiciere con la muerte, Dios proveerá para nosotros una casa eterna en los cielos, en la presencia del Señor. La fe cristiana no es una infundada e incierta pervivencia del alma en el Hades o, en el mejor de los casos, en los Campos Elíseos, sino una certidumbre de estar “con el Señor”. Notemos el lenguaje del apóstol: “sabemos”, afirma.
Por ello, la Navidad es un tiempo de alegría porque nos trae un mensaje que proporciona seguridad y esperanza. Y esto porque se asienta en un hecho histórico, el de la venida del Hijo de Dios al mundo. Es Cristo Jesús mismo el que dice que: “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas”, (Evangelio de Juan 12:46). La incertidumbre y desesperanza modernas, igualmente, solo pueden ser disipadas por Cristo, la única Luz del mundo. Su venida es el único Faro de esperanza para la Humanidad. Ahora, por causa de Cristo, es posible dejar este mundo con un ánimo gozoso. Aquel que tomó un cuerpo humano en aquella primera Navidad, garantiza que todos aquellos que pongan su confianza en Él morarán para siempre con Él. Y lo harán con un nuevo cuerpo, radiante, vivo y revestido para siempre con la justicia que el Hijo de Dios concede a los que creen en Él.
Artículo escrito por José Moreno Berrocal y publicado originalmente en el periódico "El Semanal de La Mancha" el sábado 22 de diciembre de 2012. Publicado con permiso.