La Navidad es, rendirse al Rey Jesús. Es recibirle como Señor y Salvador. Es reconocer que la obra para la que nació fue la de morir en la cruz del Calvario, en lugar de los pecadores.
Los evangelistas que narran la historia del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo destacan una serie de agudos contrastes que merecen nuestra detallada consideración. Es el primero de los evangelistas, Mateo, el que exhibe con gran precisión la contraposición que aparece con el nacimiento del Señor Jesús. De entrada, Mateo nos señala la abismal diferencia entre la actitud de los magos de oriente hacia Jesús y la del rey Herodes. Los magos vinieron para adorar a Jesús. Emprendieron un largo viaje en su búsqueda. Fueron guiados por la estrella y por la Palabra de Dios en sus pesquisas y, finalmente, cuando hallaron al niño, le ofrecieron lo mejor de sí mismos; regalos dignos de un Rey: oro, incienso y mirra. Por el contrario, Herodes indagó acerca de Jesús con un solo objetivo: acabar con la vida de su supuesto rival. Este es el primer contraste. Diversidad de actitudes en su nacimiento, pero que ilustran a la perfección la realidad de lo que será el ministerio de Jesús. De hecho, Jesús siempre ha producido y producirá reacciones opuestas. Como ya le dijo Simeón a su madre María con respecto a su hijo: “He aquí, este está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel y para señal que será contradicha”, (Evangelio de Lucas 2:34). También esto ha sido verdad, tantas veces, en la historia de la Iglesia de Cristo. Como ya dijo Cristo: “Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán” (Evangelio de Juan 15:20). Los circos romanos, las hogueras de la Inquisición o los campos de concentración nazis y comunistas, entre otros, así como algunas yihads contra los cristianos lo demuestran palpablemente. Aun así, no hay contraste, quizás más sobresaliente o digno de mención, que el que Mateo traza entre dos reyes: Herodes y Jesús.
Mateo nos dice que “Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes” (Evangelio de Mateo 2:1). También nos cuenta que en aquellos días vinieron del oriente a Jerusalén unos magos diciendo: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?” (Evangelio de Mateo 2:2). Estamos, pues, ante dos reyes: Herodes y Jesús. Herodes, el idumeo, ha pasado a la historia como “Herodes el Grande”. El rey de Judea en tiempos del nacimiento de Jesús estaba muy bien relacionado con el poder de Roma. Por ello, cuando nació Jesús ya había estado en el trono de Judá durante muchos años. También se le conoce como “el gran edificador”. El viajero en Israel todavía puede contemplar hoy, admirado, los restos de su afán constructor. Las ruinas de la ciudad de Cesarea, el gran puerto que allí construyó, o su soberbio palacio en Masada, así lo revelan. Pero es sobre todo el muro occidental, lo que queda de su fabulosa extensión del templo, lo que concita mayor aprecio. Comenzado en el 19 antes de Cristo, los enormes bloques de piedra que todavía hoy se pueden contemplar en los túneles del muro de Jerusalén, testifican también de la grandeza que tuvo el templo judío entonces. En su suntuoso palacio en Jerusalén, Herodes oye hablar por primera vez de otro Rey; uno que, verdaderamente, “ha nacido Rey de los judíos”. Uno que nació en una cueva en Belén y que dio testimonio que “no tenía donde reposar su cabeza” (Evangelio de Mateo 8:20). ¡Qué contraste con Herodes que tenía palacios por todas partes! En segundo lugar, notemos que Herodes estrictamente no tenía derecho a ocupar el trono, aunque fuera devaluado, de Judá. No era descendiente del rey David y ni siquiera era completamente judío. Por el contrario, Jesús si era descendiente del rey David. Era el gran “hijo de David”. Aunque humilde en su nacimiento y vida, solo Jesús era el verdadero Rey de los judíos. En tercer lugar, nuestro Señor Jesús fue ya anunciado como el “Príncipe de Paz” por el profeta Isaías. Como Pedro dijo en casa del centurión romano Cornelio en Cesarea: “éste anduvo haciendo bienes” (Hechos de los Apóstoles 10:38). Por el contrario, Herodes tenía las manos manchadas de sangre. Conocida es su furia destructora contra los niños menores de dos años en Belén, en un vano intento de matar al auténtico Rey Jesús. Pero la historia también nos enseña que mató a una de sus esposas, Mariamne, y a sus hijos, Alejandro, Aristóbulo y Antípater, entre otras muchas fechorías. La figura de Herodes es, en sí misma, un brutal y extremo ejemplo de las contradicciones del ser humano que vive sin Dios y sin esperanza en este mundo. Visionario y gran arquitecto de su reino, con un fino sentido de la estética, es también un dictador despiadado. Nos recuerda a los jerarcas nazis, capaces de apreciar la sublime música de Richard Wagner y de masacrar, al mismo tiempo, a millones de judíos en los campos de exterminio. Esta es la gran tragedia del ser humano, capaz de lo más exquisito, pero también de lo más vil. Finalmente notemos que, poco después de la matanza en Belén, Herodes murió. Su reino, bajo la exigente tutela de los romanos, se acabó extinguiendo. Por el contrario, el Reino de nuestro Señor Jesucristo, como le dijo el ángel a María en Nazaret, “no tendrá fin” (Evangelio de Lucas 1:33). Ahora bien, como dejó claro Jesús ante Pilato, su reino sería distinto a cualquier otro reino de este mundo. No sería de naturaleza política sino espiritual. El reino de Cristo tiene que ver con el reino de Dios en nosotros, en lo más profundo de nuestro ser. Y ese Reino en nosotros se manifiesta en una entrega completa a Jesús como Señor. En palabras de Pablo consiste, concretamente, en arrepentimiento para con Dios y fe en Jesucristo (Hechos de los Apóstoles 20:21). Eso no quiere decir que los que viven de acuerdo a las enseñanzas de Jesús no tengan relevancia social o política. Es indudable que sí la han tenido y la tienen pero, aun así, el reino de Cristo es diferente a los de este mundo. No se extiende o defiende por las armas ni es una entidad externa. Hoy en día podemos decir confiadamente que no ha habido persona más influyente en la historia que la del Maestro de Nazaret. El Galileo ha dejado su impronta en este mundo como ningún otro hombre lo haya hecho jamás. Su ascendiente tiene mucho que ver con su realeza. Esto no nos puede sorprender, y ya los primeros que escucharon predicar a los discípulos de Jesús acertaron al afirmar que lo que los cristianos predicaban era, sencillamente, que “hay otro Rey, Jesús”, (Hechos de los Apóstoles 17:7). Hoy, millones lo reconocen como su único Señor y Salvador, como su único Rey. Es decir, millones están dispuestos a reconocerle como la única autoridad final para sus vidas. Esa voluntad de Cristo aparece exclusivamente en su Palabra, la Biblia.
Celebrar la Navidad es, pues, rendirse al Rey Jesús. Es recibirle como Señor y Salvador nuestro. Es reconocer que la obra para la que nació, la de morir en la cruz del Calvario, en lugar de los pecadores y llevando el castigo que nosotros merecíamos recibir, es la que da sentido a nuestras vidas. Y esto porque por la fe en su sacrificio Dios nos concede perdón de pecados y vida eterna. ¿Es Cristo tu Rey? Como aquellos magos, ¿te acercas a su persona guiado por su Palabra para adorarle? La Navidad es adorar a Jesús. Como dice el conocido cántico: “Jesús, celebramos tu bendito nombre/ con himnos solemnes de grato loor;/ por siglos eternos adórate el hombre./ Venid, adoremos a Cristo el Señor”.
Artículo escrito por José Moreno Berrocal y publicado originalmente en el periódico "El Semanal de La Mancha" el viernes 23 de diciembre de 2011.