El Justo llevó el castigo que merecían nuestros pecados, el justo juicio de Dios por nuestro pecado. Para que, arrepentidos, pongamos nuestra confianza en Él como el único Mediador entre Dios y los Hombres
Una de las objeciones más comunes a la fe cristiana es la de la existencia del mal en este mundo. Cuando contemplamos la terrible muerte de niños y mujeres, y el atroz sufrimiento de sus seres queridos ante tales pérdidas, la locura de la violencia terrorista, con el consiguiente e inextinguible dolor de las familias, o las incesantes guerras que acaban con las vidas de tantos, y sobre todo con las de los más débiles, es ineludible plantearse la siguiente reflexión: «Si existe Dios, ¿por qué permite el mal y el sufrimiento?» Curiosamente esta consideración no es nueva. Ya Epicuro, filósofo griego y padre del hedonismo, se hacía eco de esta cuestión de la siguiente manera: “¿Está Dios dispuesto a prevenir el mal, pero no puede evitarlo? Entonces, no es poderoso, ¿podría hacerlo, pero no quiere? Entonces es malo. Y si quiere erradicarlo y puede hacerlo, ¿de dónde viene el mal?”. Estamos, posiblemente, ante uno de los más profundos y angustiosos interrogantes al que nos podemos enfrentar. ¿Por qué Dios, siendo Bueno y Todopoderoso, permite el mal?
La respuesta no puede ser sencilla ni fácil. De entrada, en importante señalar que la Biblia registra una y otra vez la denuncia y desagrado divinos contra el mal. Por ejemplo, Isaías dice de la Jerusalén de su época: «Llena estuvo de justicia, en ella habitó la equidad; pero ahora, los homicidas. Tu plata se ha convertido en escorias, tu vino está mezclado con agua. Tus príncipes, prevaricadores y compañeros de ladrones; todos aman el soborno, y van tras las recompensas; no hacen justicia al huérfano, ni llega a ellos la causa de la viuda», Isaías 1.21-23. Es más, la Escritura enseña el Justo Juicio de Dios sobre el mal. El mismo profeta vuelve a decir: «El Señor vendrá a juicio contra los ancianos de su pueblo y contra sus príncipes; porque vosotros habéis devorado la viña, y el despojo del pobre está en vuestras casas. ¿Qué pensáis vosotros que majáis mi pueblo y moléis las caras de los pobres? dice el Señor de los ejércitos», Isaías 3.14,15. Dios se toma muy en serio el mal que causa el hombre y lo tiene por responsable del mismo.
Pero es precisamente lo que recordamos en estas fechas de Semana Santa, lo que puede ayudarnos mucho a la hora de desentrañar este dilema. El punto central de la Semana Santa es la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Las Escrituras nos cuentan que el Mesías, de acuerdo a la voluntad de su Padre, estuvo dispuesto a venir a este mundo, dejando la gloria del cielo, por la miseria de una vida aquí. Nació y vivió pobre. Sujeto a todo tipo de padecimientos, como el hambre o la sed. Vivió haciendo el bien a otros, sanando, alimentando y enseñándolos. Fue malinterpretado por los suyos, y, finalmente, traicionado por uno de sus discípulos. Los dirigentes de su pueblo lo entregaron a un gobernador que prevaricó para que fuera ejecutado, sin causa alguna que mereciera la pena de muerte. En medio de atroces sufrimientos, murió vejado. A la luz de semejante acción, no podemos acusar a Dios de desentenderse del hombre que sufre o de indiferencia ante el mal. Ya que, Dios mismo, en la Persona de su Hijo sufre los efectos del mal. Me gusta como lo expresó otro filósofo, Albert Camus, uno de los padres del existencialismo: «Cristo, hombre y Dios a la vez, también sufre y con admirable paciencia. El mal y la muerte no pueden ser completamente imputados a su persona, por cuanto el mismo sufrió y murió. La noche en el Gólgota reviste tal importancia para la Historia del hombre precisamente porque, cobijada en sus sombras, la divinidad abandonó de forma ostensible el privilegio que por tradición le correspondía, asumiendo en su persona el abandono, la agonía y la muerte. Así es como se explica el lama sabactani y la terrible lucha de Cristo en una lucha agónica». Los sufrimientos de Cristo como el Dios-Hombre, nos abren una nueva perspectiva, sobrecogedora, ante el carácter tan sorprendente que tiene el Dios que nos presenta la Biblia, el Dios cristiano. El hecho de que es Dios mismo el que sufre el mal en Su Hijo encarnado.
La Escritura nos presenta en Jesucristo, en las palabras de los testigos oculares de su vida, al Justo, Aquel que: «no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente», 1ª Pedro 2.22,23. Jesús es, además, el Siervo Justo del Señor que sufre. Cómo ya lo anunció el profeta Isaías ocho siglos antes de su venida: «Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos», Isaías 53.3. Vemos en Cristo la asombrosa disposición divina a sufrir. ¿Por qué estuvo dispuesto a tal humillación? La respuesta divina es meridianamente clara. Lo hizo para salvarnos. Solamente así podíamos ser perdonados. En palabras nuevamente del Apóstol Pedro: «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu», 1ª Pedro 3.18. El Justo llevó el castigo que merecían nuestros pecados, el justo juicio de Dios por nuestro pecado. Y esto lo hizo para que, ahora nosotros, arrepentidos, pongamos nuestra confianza en Él como el único Mediador entre Dios y los Hombres, el único que puede reconciliarnos perfectamente con Dios por medio de su sangre.
Puede que nuestro estupor ante la oscuridad del mal en el mundo no cese nunca. Pero, de lo que si podemos estar seguros es de que, a pesar de nuestro pecado, Dios no nos ha abandonado en el mal. Él está con nosotros en nuestras tragedias y dolores, en las tinieblas insensatas que trae el pecado. Dios está a nuestro lado en Aquel que es el Justo, el Bueno, el mejor de Todos, su Hijo Amado. Aquel que, por amor a nosotros, llevó la pena que nosotros merecíamos, para que ahora podamos conocerle en la profundidad de su carácter. Como dijo el Apóstol Juan: «En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados», 1 Juan 4.9,10. Recibe a Jesús crucificado como tu único Salvador y Señor, al Justo que sufre y así nos enseña cómo es Dios realmente, el Dios que no es insensible al mal.
Artículo publicado originalmente en el periódico El Semanal de la Mancha el 23 de marzo de 2018 por José Moreno Berrocal.