Su sepultura muestra hasta que punto se identificó con nosotros pues la misma alude a la sentencia condenatoria sobre el pecado.
No se suele prestar mucha atención a la insistencia bíblica de que después de morir, nuestro Señor Jesucristo fue sepultado: 1ª Corintios 15.4.Puede parecer un detalle menor y, sin embargo, este hecho es importante para entender plenamente la obra de salvación de nuestro Señor Jesucristo. Tanto los evangelios como el libro de los Hechos de los Apóstoles, así como Pablo en sus epístolas, mencionan la sepultura de Cristo como parte integral de su explicación del camino de la salvación en Cristo.
De entrada, no podemos sencillamente asumir como normal el hecho histórico de que el cuerpo de Jesús fuera depositado en una tumba. Y esto porque, aparentemente, los cuerpos de los criminales ejecutados en Jerusalén por los romanos eran comúnmente arrojados en el vertedero de la ciudad llamado Gehena, o valle de Hinón. Este era el espacio físico concreto donde se incineraba la basura del lugar.
En el evangelio de Lucas se nos dice que: “Había un varón llamado José, de Arimatea, ciudad de Judea, el cual era miembro del concilio, varón bueno y justo. Este, que también esperaba el reino de Dios, y no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos, fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús. Y quitándolo, lo envolvió en una sábana, y lo puso en un sepulcro abierto en una peña, en el cual aún no se había puesto a nadie” (Lucas 23.50-53). Es de notar que este decidido acto de José de Arimatea con respecto al cuerpo de Jesus ya había sido profetizado por Isaías siglos antes: “Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca” (Isaías 53.9). Y es que la cueva de piedra en la que fue depositado nuestro Señor era un lujo al alcance de muy pocos. Era la tumba de un hombre acaudalado.
El cuerpo de Jesús fue depositado en una tumba muy singular, un sepulcro que no había sido usado antes, era nuevo, y estaba en una peña (Mateo 27.60). Además, como dice Juan, el cuerpo del Señor fue envuelto en un lienzo y con especies aromáticas (Juan 19.40). Los apóstoles Pedro y Pablo ven igualmente el cumplimiento de otra profecía más del Antiguo Testamento en la colocación del cuerpo en un lugar tan particular. Es la profecía que aparece en el Salmo 16 que es obra del rey David: “Porque no dejarás mi alma en el Seol ni permitirás que tu santo vea corrupción”, (v. 10). Pedro cita estas palabras en su mensaje en el día de Pentecostés (Hechos 2.31). Así también lo hace Pablo en Hechos 13.35-37. Lo sugerente de ambos mensajes apostólicos es el contraste que establecen entre la tumba en la que fue sepultado el rey David en Jerusalén y la de Cristo. En una tenemos la imagen de la corrupción que afectó incluso a David. Cristo no vio corrupción, la sepultura de Cristo está vacía.
Pero la trascendencia de la sepultura del cuerpo de Jesús reside, asimismo, en el significado de este hecho en sí mismo considerado. Por un lado, indica la evidencia final de su muerte, la certificación de la misma si se quiere entender así. Se entierra a los ya muertos, no a los moribundos. Pero es que, además, la sepultura de Jesús es una especie de descenso a la tierra y que, en el caso de nuestro Señor Jesucristo forma parte integral de su estado de humillación. Y es que Jesús se sujetó voluntariamente a las demandas de la ley de Dios con respecto a los transgresores de la misma como somos todos nosotros (Gálatas 4.4). Esto significa que se hizo responsable por nuestros pecados, llevando sobre sí el justo castigo que merecían y que no es otro que la muerte (Romanos 6.23). Como dice Pablo: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2ª Corintios 5.21).
Por eso, Jesús murió y fue sepultado. Su sepultura muestra hasta que punto se identificó con nosotros pues la misma alude a la sentencia condenatoria sobre el pecado que implicaba una vuelta a la tierra de la que el hombre fue tomado (Génesis 3.17) Tenemos aquí una inmensa demostración de su gran amor con el que nos amó, hasta el punto de sufrir el Dios-hombre esta incalculable ignominia para poder ser así nuestro Salvador. Su muerte y sepultura muestran lo que merecen nuestros pecados. Pero, al mismo tiempo, su muerte y sepultura corroboran el pago completo de nuestros pecados. Nos transmiten que la deuda por nuestra culpa ha sido cancelada por su muerte en la cruz. Y es que su sepultura apunta a la sepultura del pecado, como dice el profeta Miqueas: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia. El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados” (Miqueas 7.18,19). Y esto tiene gloriosas y eternas consecuencias para todos los que depositemos nuestra esperanza de salvación exclusivamente en el Señor Jesucristo, ya que, como lo expresa nuestro reformador Constantino de la Fuente: “Por la muerte de Jesucristo queda vencida nuestra muerte, y por su sepultura queda vencida nuestra sepultura.
Su muerte traga y consume nuestra muerte. Su sepultura traga y consume nuestra sepultura. Nuestra muerte ha perdido sus fuerzas para poder reinar sobre nosotros, nuestra sepultura ha perdido el poder para retenernos en ella- no nos recibe como suyos, sino como depositados”. La sepultura, pues, de Cristo, quita el miedo a la nuestra ya que, la suya es la garantía de que la nuestra no es nuestro destino final. Y es que la muerte y sepultura de Cristo son, en realidad, ¡la muerte y sepultura de la muerte y de la sepultura mismas! Eso es lo que enseñaba ya el profeta Oseas: “De la mano del Seol los redimiré, los libraré de la muerte. Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol” (Oseas 13.14). Estamos ante otra profecía más que anticipaba, con siglos de antelación, los resultados concretos de la obra de Cristo Jesús para nuestra salvación.
Asimismo, hemos de contemplar la sepultura de Cristo, si se puede decir así, como la preparación para su resurrección, en el sentido de que es el lugar desde el que nuestro Señor Jesucristo se levantaría de entre los muertos. De la misma se alzaría victorioso ya que la tumba no pudo retenerle. Y esa resurrección es la evidencia de que la deuda por nuestros pecados ha sido saldada por su muerte en la cruz. Como afirma este conocido himno:
Cristo la tumba venció
Y con gran poder resucitó
De sepulcro y muerte
Cristo es vencedor
Vive para siempre nuestro Salvador
¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios!
El Señor resucitó
Así lo presenta Pablo “el cual (Cristo) fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación. Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo;” (Romanos 4.25-5.1). Por ello, ante el hecho de la resurrección física y corporal de nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos y como creyentes podemos concluir con el apóstol de los gentiles: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1ª Corintios 15.55-57). ¿Puedes tú decir esto? ¿Has perdido el miedo a la muerte y a la sepultura? Solo la confianza en el Cristo que ha vencido a la muerte, y no pudo ser retenido por la sepultura, puede disipar el miedo a la hora de afrontar tu muerte y sepultura. Este es el mensaje que hemos de celebrar en estas fechas: la alegría de saber que el poder del sepulcro ha sido derrotado por el Señor de la Vida. ¿Tienes tú esa fe en Él?
Escrito por José Moreno Berrocal y publicdo con su permiso. Artículo publicado por primera vez en Protestante Digital el 5 de abril de 2023