Todos le recuerdan por su obra La guerra de los mundos (1898), cuya versión radiofónica, realizada por Orson Welles en los Estados Unidos en 1938, sembró el pánico entre los oyentes.
Nuevamente nos acercamos a la Navidad. La Navidad es posiblemente la celebración más entrañable del calendario. La Navidad es un tiempo de reunión con la familia y los amigos. Pero la Navidad debería traer, por encima de cualquier otra cosa, el recuerdo de uno de los grandes acontecimientos de la Historia, el nacimiento de Jesús de Nazaret en Belén. Este no fue un nacimiento cualquiera, pues el que nació de la virgen María, además de ser un hombre perfecto y sin pecado, era al mismo tiempo el Hijo del Altísimo (Evangelio de Lucas 1:32). Es decir, en Jesús de Nazaret tenemos a Dios encarnado (Evangelio de Mateo 1:23). Este gran evento, el nacimiento de Jesucristo, tiene que provocar en nosotros una profunda reflexión. Nos podemos hacer las siguientes preguntas: ¿Por qué se encarnó Dios? ¿Qué llevó a Dios el Padre a enviar a su Hijo, “nacido de mujer y nacido bajo la ley?” (Epístola a los Gálatas 4:4).
Para contestar a estos interrogantes tenemos que recurrir a la Biblia. Es por la Biblia que conocemos el nacimiento de Jesús. Es también por la Biblia que entendemos la razón por la que Dios se encarnó. La Biblia nos enseña que el ser humano es pecador. Ser pecador es no hacer lo que Dios dice (1ª Epístola de Juan 3:4). El ser humano no hace lo que debería hacer. Los mandamientos de Dios para el hombre se pueden resumir en dos: “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos” (Evangelio de Marcos 12:30-31). Pero lamentablemente, el ser humano ni ama a Dios ni respeta a su prójimo.
Esto no solamente lo dice la Biblia, también lo confirma nuestra experiencia. Los terribles acontecimientos del 11 de septiembre son una evidencia más de las espantosas consecuencias del pecado sobre las acciones humanas. Este siglo ha comenzado como terminó el anterior, y como han sido todos los anteriores, con hambre, guerra y destrucción a nuestro alrededor. Lejos de amarse, los seres humanos han estado matándose unos a otros constantemente. Esa es nuestra historia. Por no mencionar otras terribles lacras modernas, y no tan modernas, como el acoso sexual en el trabajo, los maltratos y asesinatos de las mujeres por parte de sus cónyuges, o la pedofilia, entre una larga lista de maldades… Pero de hecho, no es necesario mirar a los terroristas y a otros para constatar la existencia del pecado. Mírate a ti mismo. ¿No tienes rencillas o peleas con otros? ¿Insultas al prójimo? Jesús nos enseña acerca de la profundidad de nuestro pecado en un pasaje como el Evangelio de Mateo 5:21-22. Jesús dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Imbécil, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Idiota, quedará expuesto al infierno de fuego”. Lo que Jesús pone de manifiesto es que todos somos pecadores. Y aunque no todos pecamos con la misma intensidad y con las mismas consecuencias, sí que todos hemos roto la Ley de Dios. Desobedecer a Dios lleva también a tratar mal a nuestro prójimo. Ciertamente el ser humano ha perdido el rumbo. Nadie puede negar las abrumadoras pruebas de la realidad del pecado en la vida de los seres humanos.
Por supuesto que este estado de cosas es reconocido por casi todos. Y desde siempre el ser humano ha tratado de buscar soluciones a la maldad del hombre contra el hombre. Una de las recetas que se han propuesto es la de educar a los seres humanos para ser tolerantes y vivir en paz unos con otros. Una de las personas que más trabajó a favor de esta idea fue el novelista, historiador y filósofo británico H. G. Wells (1866-1946) Todos le recuerdan por su obra La guerra de los mundos (1898), cuya versión radiofónica, realizada por Orson Welles en los Estados Unidos en 1938, sembró el pánico entre los oyentes. Wells creía que si educáramos a la gente para apreciar el horror de la guerra y sus devastadoras consecuencias, entonces podríamos evitarlas. Si tan solo les enseñáramos a destruir sus armas y a abrazarse se evitarían todos los conflictos, pensaba Wells. Lamentablemente, la Segunda Guerra Mundial destruyó su optimismo. En su obra final La mente en las últimas, Wells muestra su profundo pesimismo sobre la capacidad del ser humano para traer la paz. Es un hecho que en el siglo donde supuestamente se ha acentuado la educación, el siglo XX, ha sido también el siglo donde han tenido lugar también las guerras más sangrientas y salvajes de toda la historia de la humanidad. Y este nuevo siglo XXI no ha comenzado mejor precisamente. Resulta terrible constatar como varios de los terroristas del 11 de septiembre habían asistido a la Universidad y hablaban varios idiomas. No carecían de educación precisamente. Lo que estos hechos, y otros enseñan, es que la educación no es suficiente. La educación, por descontado, es necesaria. Pero nuestros problemas son más profundos que simplemente nuestra falta de educación. Y esto porque nacen de una rebelión contra Dios que nos lleva a revelarnos contra los demás. Existe en nosotros una fuerza que ni siquiera la educación puede erradicar. Esto es lo que la Biblia llama el pecado. El ser humano está perdido, y el pecado es un poder demasiado titánico para poder ser controlado o dirigido por la raza humana. Esto es lo que descubrió con horror Wells. Nuestra historia enseña palpablemente que el ser humano no puede salvase a sí mismo de esa tiranía a la que está sometida. Este es también el testimonio de la Biblia sobre el ser humano: “No hay justo, ni aún uno” dice Pablo (Epístola a los Romanos 3:10).
Ésta es precisamente la razón por la que Dios se encarnó. En palabras del ángel que anunciaba a José el nombre que debería llevar el Mesías: “Y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Evangelio de Mateo 1:21), Cristo se encarnó porque nosotros no nos podemos salvar del pecado, de su culpa, de sus consecuencias y finalmente de su castigo. Solo Dios puede destruir lo que nos destruye, es decir al pecado. Por ello, celebrar la Navidad es reconocer nuestra incapacidad para vencer al pecado por nosotros mismos. Es también reconocer que Cristo ha vencido al pecado, pues para eso precisamente se encarnó: “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Evangelio de Lucas 19:10). La victoria de Cristo sobre el pecado en la cruz del Calvario es nuestra victoria si le recibimos como Señor y Salvador de nuestras vidas. Esa victoria quedó patente en la resurrección de Cristo de entre los muertos. Y es ahora nuestra por la fe en Jesucristo (1ª Epístola de Juan 5:4-5).
El ser humano no puede solucionar el problema del pecado. El hombre puede ahora volar, pero usa esa inusitada capacidad para estrellarse y acabar con la vida de otros seres humanos Nuestra historia como humanidad es un brillante testimonio acerca de nuestros progresos técnicos, pero también un siniestro catálogo de nuestros fracasos morales. Solo Dios en Cristo puede librarnos del poder de nuestros pecados y sus temibles consecuencias, entre ellas la guerra (Epístola a los Romanos 8:2-3). Y si Dios así lo hace, esto necesariamente se verá también en nuestra actitud ante los demás. Los que están perdonados por Dios podrán perdonar a su prójimo (Evangelio de Mateo 6:12, 18:23-35). Los que están reconciliados con Dios por medio del sacrificio de su Hijo pueden reconciliarse con su prójimo. Cuando hacemos las paces con Dios por medio de su Hijo Jesucristo, entonces estamos en condiciones de poder hacer las paces con los otros seres humanos: “Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Evangelio de Mateo 5:9). Ésta es la alternativa cristiana para los males de este mundo, atacarlos en su raíz misma. Es la más realista y certera. Celebrar la Navidad es reconocer que solo la venida de Cristo a este mundo puede librarnos del pecado y sus atroces consecuencias.
Artículo escrito por José Moreno Berrocal y publicado originalmente en el periódico “Canfali” el viernes 21 de diciembre de 2001.