«No hay cosa mejor para el hombre, sino que coma y beba, y que su alma se alegre en su trabajo. También he visto que esto es de la mano de Dios»
Nuestros pueblos se encuentran ya inmersos en las ferias. Traen recuerdos de la felicidad pasada. Gratos momentos de alegría y bienestar, compartidos con familiares y amigos, con los niños en particular —¡la feria es, sobre todo para ellos! — y, también, como no, la feria otorga fugaces reminiscencias de cuando nosotros también éramos niños. Pero, asimismo, se presenta con expectativas de nuevos instantes de disfrute. Cada feria es diferente. Habrá elementos que se repitan una y otra vez: la pólvora, el «trenillo», el látigo, el chocolate con churros, el coco, las garrapiñadas, los espectáculos de todo tipo, y el alborozo generalizado. Pero también, sin duda alguna, habrá nuevas experiencias de las que gozar, nuevas atracciones en las que montar; con los hijos que van creciendo, con los sobrinos, y algunos con los nietos, con los viejos amigos y quizás, también, con nuevas amistades que enriquecen nuestra existencia. La feria es un tiempo más relajado, una pausa en la vida cotidiana. Pero una palabra lo engloba todo, la feria es la alegría, pasada y por venir.
La alegría, aunque no constituye toda la realidad, —existe también el dolor, y las lecciones que enseñan las aflicciones no deben ser desechadas a la ligera, mira si no pasajes como Eclesiastés 7-1-14 o Lucas 13.1-9— es, sin embargo, una poderosa parte de la misma. Dios, que es el Creador de todas cosas, es el que igualmente las diseñó para que el ser humano pueda encontrar deleite en el uso de las mismas. La esposa o el esposo, los hijos, el trabajo, la comida y la bebida, o la vida en su conjunto, son fuentes inagotables de alegría y gozo, según las Escrituras. Son innumerables los pasajes bíblicos que así lo enseñan. Así, en Eclesiastés, que encierra la gran sabiduría del rey Salomón, dice que: «Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón; porque tus obras ya son agradables a Dios. En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de la vida de tu vanidad que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol» —Eclesiastés 9-7-9— o «No hay cosa mejor para el hombre, sino que coma y beba, y que su alma se alegre en su trabajo. También he visto que esto es de la mano de Dios» —Eclesiastés 2.24.
Pero, no es solo el Antiguo Testamento el que así lo señala. El Nuevo Testamento también lo enseña. El Apóstol Pablo, predicando en un lugar llamado Listra afirmó que Dios: «no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones» —Hechos de los Apóstoles 14.17. Notemos como todos los pasajes refieren la alegría a Dios mismo. Es Dios el que ha imbuido la realidad de las cosas con la capacidad de alegrarnos. Su creación es buena. Y, cada vez que disfrutamos, legítimamente, de lo verdaderamente bueno que Dios da libremente, estamos —nos demos cuenta o no— reconociendo la bondad divina.
Pero, si lo creado por Dios es tan bueno, y proporciona tanto placer, ¿cómo no será Dios mismo? Si lo que Él hace trae indescriptible entusiasmo tantas veces, ¿cómo será disfrutar de Dios? Y es que los placeres, como ya señalaba C.S. Lewis, buscan conducirnos al origen mismo del placer: Dios. ¿Es esto posible? ¿Se puede disfrutar de Dios? La respuesta que nos otorgan las Escrituras es que sí es posible hacerlo en Cristo, el Hijo de Dios. Muchos piensan que el Cristianismo es algo triste y melancólico. Nada más lejos de la verdad. El Apóstol Pedro describe a los primeros cristianos, como los que se alegraban, «con gozo inefable y glorioso» en Cristo —1ª Pedro 1.8. Pablo también señala que la iglesia en Tesalónica abundaba en gozo, aún en medio de la tribulación —1ª Tesalonicenses 1.6. Es esta una alegría que reside en haber entablado una relación personal con Dios en Cristo crucificado. Y por la que, por fe, hemos recibido el perdón de los pecados, la adopción en la familia de Dios como sus hijos, la presencia consoladora y fructífera del Espíritu Santo, y la esperanza de la vida eterna. Muchos siglos antes, el rey David había declarado, refiriéndose a Dios: «Al Señor he puesto siempre delante de mí; Porque está a mi diestra, no seré conmovido. Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma; Mi carne también reposará confiadamente… Me mostrarás la senda de la vida; En tu presencia hay plenitud de gozo; Delicias a tu diestra para siempre» —Salmo 16.8,9,11. Como enseña un viejo catecismo cristiano: «¿Cuál es el fin principal del ser humano? El fin principal del ser humano es glorificar a Dios y gozar de Él para siempre». Hay regocijo aquí ahora para el que se acerca a Dios en el Señor Jesucristo. ¿Qué será disfrutar de Él por toda la eternidad? La promesa del Evangelio es la de una satisfacción profunda, creciente e ininterrumpida en el Señor.
Por tanto, los placeres de la buena creación que el Dios exultante nos da, son —como señaló C.S. Lewis— apenas un susurro. Por medio de los mismos, al disfrutar incluso en esta feria, o recordar las pasadas, Dios te indica que hay un alborozo mayor, inexpresable y sin fin en Él. Hay alegría en lo creado. Pero no hay gozo que se pueda comparar con el que da conocer a Dios en Cristo. Acude a Cristo y conocerás el júbilo que solo Dios mismo puede dar. Dios te invita a alegrarte en su creación, pero supremamente a deleitarte en Él, hoy y para siempre.
Artículo de José Moreno Berrocal publicado en El Semanal de La Mancha el día 31 de agosto de 2018.